
Posiblemente los artistas sean aquellos que mejor encarnan esta conexión, ya que utilizan su arte como medio para expresar y compartir su llamado interno. La historia de Ihasa es un acto de generosidad, una entrega que permite conectar con los demás y enriquecer la experiencia humana a través de la creación. “Siento que intento devolver un poco de lo que la vida y el arte me han dado. Aquellos logros y experiencias que marcaron mi camino, quiero que más personas puedan vivirlos, que la cultura, los espacios culturales y la danza sigan creciendo”.
Su historia empieza en Bogotá, Colombia, donde nació mientras su familia emprendía la construcción de una casa en el campo. Su niñez estuvo marcada por un ir y venir entre dos mundos diferentes: la vibrante capital y Fusagasugá, un pequeño pueblo en la cordillera de los Andes. «Vivíamos literalmente en la montaña», mientras que en Bogotá, el hogar familiar era un centro lleno de actividad, donde primos, tíos, abuelos y hermanos convivían en un entorno marcado por la risa, los juegos y unas largas conversaciones.
Cuando tenía ocho o nueve años, la familia regresó definitivamente a Bogotá. Pero Colombia en los años 2000 se encontraba marcada por la violencia política, con el auge del paramilitarismo, las masacres y los secuestros que hicieron del país un lugar peligroso e inestable. Durante ese período, su familia enfrentó situaciones extremas: sus padres fueron secuestrados, recibieron amenazas constantes de distintos grupos armados y vivieron bajo un miedo permanente. “Intentamos vivir en Colombia entre 1998 y 2001, pero siempre estábamos rodeados de violencia”. La situación era insostenible. “Nos fuimos mi mamá, mi hermana y yo, por amenazas directas. No fue una opción, fue una obligación”.
A los doce años, llegó a La Habana, Cuba, lo que supuso el inicio de un proceso de adaptación a un entorno completamente diferente. El cambio de sistema educativo la dejó dos años atrás con respecto a sus compañeros. Sin embargo, la escuela se convirtió en un espacio acogedor que le brindó estabilidad y facilitó su adaptación. Recuerda que, durante los recreos escolares, creaban pequeños escenarios donde exploraba el baile junto a sus compañeros. Al principio, la danza era solo un pasatiempo, con coreografías de Shakira y canciones populares creadas con sus amigas. Sin embargo, esa chispa pronto evolucionó en algo más profundo.

Una vecina, estudiante de la Universidad de las Artes, fue quien despertó su verdadera pasión. Ella impartía clases de danzas árabes y contemporáneas, y fusionaba lo cubano, lo moderno y lo oriental. “La primera vez que la vi bailar quedé fascinada; sus movimientos eran algo que nunca había visto, y supe que quería ser como ella”.
Motivada por esa experiencia, comenzó a tomar clases particulares y, posteriormente, asistió a talleres en la Casa de la Cultura, donde profundizó en diversos estilos y técnicas de danza.
Durante su adolescencia, la transición a la secundaria implicó otro cambio significativo, ya que su familia se mudó nuevamente dentro de Cuba. Enfrentar los cambios hormonales en un entorno cultural tan distinto al católico y occidental al que estaba acostumbrada fue desafiante, pero también enriquecedor. Descubrió una sociedad con una relación más abierta y natural con la sexualidad, lo que la ayudó a vivir con menos tabúes. Un ejemplo fue la percepción de la menstruación, tema que en Cuba se abordaba sin vergüenza, tanto en la escuela como en la calle, a diferencia de lo vivido en Colombia.
Recuerda que, a pesar de los desafíos de migrar, disfrutó de una sensación de libertad única: podía moverse con autonomía, tomar el bus, ir a la playa y salir de fiesta sin restricciones. Su experiencia en Cuba, lejos de ser limitante, le brindó un entorno de apertura y libertad personal. Pero en 2008, regresó temporalmente a Colombia. Su abuela, que vivía sola en la ciudad, necesitaba compañía y volver le ofrecía una oportunidad práctica: terminar los estudios en menos tiempo. Durante ese periodo, su familia permaneció en La Habana, lo que hizo que ella mantuviera un vínculo constante entre ambos países.
En Colombia, las oportunidades para continuar con su pasión por la danza eran limitadas debido a los altos costos de las academias privadas. Durante sus primeros años de regreso, no pudo asistir a clases, pero su vínculo con el baile no desapareció. Cuando ingresó a la universidad para estudiar ciencias políticas, se unió al grupo de danzas folclóricas y luego al grupo de danza contemporánea, y exploró así estilos más modernos y expresivos. Fue en un colectivo de danza y activismo político donde la danza comenzó a adquirir un nuevo significado. Este grupo organizaba intervenciones artísticas en las calles; combinaba el arte del movimiento con mensajes sociales y políticos.
A medida que avanzaba en sus estudios de ciencias políticas, empezó a cuestionar su elección. “Lo elegí más por curiosidad filosófica que por un deseo profesional”, admite. Esto la llevó a regresar a Cuba luego de culminar la carrera, un lugar que le había dejado su marca en la adolescencia y que ahora representaba una nueva oportunidad. De vuelta en La Habana, decidió intentar algo que había postergado durante años: ingresar a la Universidad de las Artes y hacer la licenciatura en danza contemporánea.
Llegó a Uruguay el 1 de enero de 2017; empezó el año en un avión. La decisión de mudarse no fue completamente clara ni planificada; tras graduarse de la universidad, se encontraba sin un rumbo definido y mantenía una relación con alguien que también había migrado desde Cuba a Uruguay. Inicialmente, este país era una escala en su camino hacia Australia, donde vivía su hermano, pero las dificultades económicas de este truncaron el plan.
La llegada a Uruguay no solo trajo desafíos emocionales, sino también laborales y profesionales. La falta de legitimidad de su recorrido académico y profesional en el contexto uruguayo fue un reto significativo. “Mi recorrido no es legítimo acá; la gente me pregunta si estudié en la Udelar en danza, pero yo terminé mi licenciatura en Cuba antes de que la carrera se abriera aquí”, explica. Sin embargo, también identificó una oportunidad en esta situación: “Traes algo nuevo y el desafío es lindo porque te preguntas qué puedes aportar desde tu mirada en este contexto”.
Durante sus primeros años, trabajó en empleos precarios, como de mesera, donde enfrentó situaciones de acoso laboral e injusticias, como la falta de pago de su liquidación al ser despedida. «No sabía mis derechos y el miedo también juega un papel importante», admite. Para integrarse en los espacios que le interesaban, adoptó la estrategia de ser voluntaria. Poco a poco, fue consiguiendo pequeños trabajos que le permitieron ganar visibilidad y experiencia hasta lograr mayor estabilidad.
El arte en su vida es mucho más que una expresión personal: se ha convertido en una herramienta para entender el mundo y a quienes lo habitan. Su práctica diaria está marcada por una búsqueda constante de significado y de formas de generar espacios donde otras personas puedan crear y compartir. No se trata solo de la creación propia, sino de una conexión profunda con el entorno y con las diversas manifestaciones culturales que reflejan sensibilidades y posturas sociales y políticas.
Su experiencia como migrante ha sido clave en su desarrollo personal y artístico. La infancia en Colombia, la adolescencia y juventud en Cuba, y su presente en Uruguay han moldeado su identidad de formas únicas. Cada lugar potenció aspectos distintos de su crecimiento y hoy siente que en Uruguay está cosechando los frutos de lo vivido anteriormente. “Hay algo casi mágico cuando mis sueños se cumplen aquí y es eso lo que me hace quedarme. Siento que he tenido mucha suerte y he vivido en los países perfectos para cada etapa de mi vida”, reflexiona.
Sin embargo, migrar también ha significado enfrentar desafíos emocionales. A pesar de sus logros, la distancia es un sentimiento persistente. No es solo la separación física de sus seres queridos, sino también el peso de no estar presente en momentos importantes. Este sentimiento de ausencia ha permeado su arte y lo ha transformado en un medio para procesar y expresar estas emociones.
Reconoce que el arte para ella no es solo una profesión, sino una forma de habitar el mundo. En Uruguay, ha explorado expresiones culturales locales como el candombe, lo que generó conexiones inesperadas con su pasado en Cuba. “Bailando candombe pude sentir la cadencia del guaguancó, algo que venía buscando desde hacía mucho tiempo”, explica. Esta fusión de culturas refleja la complejidad de lo cultural y su impacto en las artes.
“Fui y bailé, no sabía cómo bailarlo, era algo totalmente distinto, pero de alguna forma siento que para muchas personas migrantes es como: ‘Ah, tiene algo más, es un tambor al menos, entonces me acerca. Hay un tambor, hay baile, hay recocha en la calle, ¿no?’. Y eso se asemeja más a lo mío, entonces voy para ahí. Y ahí encontré otras cosas que no tenían que ver con Uruguay, ¿no? Tenían que ver con otras cosas, con lo cultural, con la complejidad de lo cultural y con lo que se mueve en las artes y las culturas”.
Además, su vida en una casa comunitaria en Montevideo marcó un punto de inflexión en su carrera. Este espacio no solo le brindó estabilidad económica, sino que también le permitió dedicarse de lleno a lo que realmente la movilizaba: el arte y la cultura. “Si no hubiera sido por esa casa, habría tenido que dedicarme a otro tipo de trabajo y eso me habría quitado el tiempo necesario para hacer lo que realmente me importa”, confiesa.
Hacer arte en Uruguay ha sido un desafío constante, pero también un acto de resistencia. En un contexto donde los recursos para el arte son limitados, ella ha defendido la creación como un acto humano esencial. Su trabajo en proyectos independientes y colaborativos resaltan su convicción de que el arte puede transformar y conectar, incluso en escenarios de precariedad.
Esta perspectiva la ha llevado a contribuir al ámbito cultural uruguayo con una visión única, enriquecida por su historia migrante y su compromiso con el arte como herramienta de cambio social. Su práctica artística, atravesada por la autogestión y el intercambio directo, le ha permitido construir un camino propio y demostrar que la creatividad puede florecer incluso en los contextos más desafiantes.
Seguir haciendo arte en Uruguay se ha convertido para ella en un desafío constante, pero también en un compromiso profundo. La búsqueda de mantenerse activa y aportar al contexto cultural que la ha acogido es, en sí misma, parte de una lucha global por la supervivencia del arte y la cultura. Reflexiona que el trabajo artístico adquiere un significado especial en un mundo donde estas expresiones parecen estar en riesgo de ser marginadas o reducidas a simples productos comerciales. Su trabajo adquiere una dimensión casi militante: resistir la mercantilización y defender la creación como un acto humano esencial.
Su perspectiva refleja la importancia de esos circuitos independientes, donde la cultura se mantiene viva a través del intercambio directo. Esa forma de habitar lo artístico, basada en la conexión humana, le ha permitido encontrar un sentido más profundo a su práctica y seguir creando, incluso en contextos de escasos recursos.

En el contexto del arte independiente en Uruguay, su labor como artista ha estado marcada por la resiliencia y la búsqueda de espacios alternativos para la creación.
Pero esta independencia forzada ha generado redes de solidaridad y nuevas formas de expresión donde la falta de recursos no limita la creatividad, sino que impulsa la exploración de escenarios no convencionales, como la calle o espacios improvisados. Su experiencia refleja esta lucha: enfrentar la precariedad con la convicción de que el arte es una herramienta de transformación y un acto de resistencia.
“Mi vida diaria es una preocupación constante de qué hacer, cómo encontrar los medios para hacer cosas, cómo generar espacios para que otras personas hagan, cómo movilizar lo que hago en diferentes lugares, cómo compartirlo, cómo mostrarlo…”
El arte en su vida es mucho más que una expresión personal: se ha convertido en una herramienta para entender el mundo y a quienes lo habitan. Su práctica diaria está atravesada por una constante búsqueda de significado y de cómo generar espacios para que otras personas puedan crear y compartir. No se trata solo de la creación propia, sino de una conexión con el entorno y con las diversas manifestaciones culturales que reflejan sensibilidades y posturas sociales y políticas.
Actualmente, se encuentra involucrada en varios colectivos y proyectos individuales, cada uno con un significado especial en su trayectoria. Estudió gestión cultural en Uruguay y está desarrollando un proyecto de maestría centrado en la creación de una obra artística, además de trabajar en la reposición de dos obras, Hacer de rito e Híbrida, esta última con un enfoque específico sobre la experiencia migrante.
Además, lidera Abre Productora, una iniciativa cultural a través de la cual organiza diversos eventos y festivales. Su objetivo con esta productora es generar un espacio donde la migración y el arte se entrelacen de manera más profunda y significativa. Sin embargo, piensa en cómo muchas veces los discursos sobre migración tienden a simplificar realidades complejas. A través de su obra Híbrida, busca precisamente abordar esas múltiples capas de experiencia, al alejarse de narrativas planas y explorar la riqueza de los procesos migratorios desde lo personal y lo colectivo. Para ella, la complejidad va más allá de lo cultural o lo tradicional. Se manifiesta en la forma en que las relaciones se construyen y se entienden en un nuevo entorno.
Su trayectoria es un reflejo de resiliencia, pasión y constante evolución. Desde sus raíces en Colombia, pasando por su adolescencia y formación en Cuba, hasta su presente en Uruguay, cada experiencia ha moldeado su identidad artística y personal. Migrar no ha sido solo un cambio geográfico, sino un viaje profundo de autoconocimiento, adaptación y creación.
El arte ha sido su motor y refugio, un espacio donde la distancia se convierte en expresión y la búsqueda de identidad se transforma en movimiento. Los desafíos no han sido pocos, pero en cada paso ha encontrado inspiración, apoyo comunitario y nuevas formas de habitar el arte. Hoy su camino continúa marcado por la convicción de que el arte es un acto de resistencia, un espacio donde se desafían estructuras y se construyen nuevas narrativas. Sus proyectos actuales, desde la producción cultural hasta las obras que abordan la migración, son testimonio de su compromiso con la creación y la transformación.
«Me gustaría seguir creciendo en el ámbito artístico, mi deseo es poder hacer obras y participar en obras de otros. Mi desafío es bailar más, siempre, siempre es poder bailar más y poder vivir de eso. Creo que es lo más difícil. Pero ese es mi sostén, mi desafío y mi bendición, todo el tiempo».