
El 22 de noviembre de 2020, tras superar innumerables obstáculos, Eliezer finalmente llegó a Uruguay. Con 30 años, muchos sueños y un deseo imparable de reinventarse, estaba pronto para empezar un nuevo capítulo. Aún recuerda el día en que salió de Cuba: la mezcla de nervios y emoción. Sabía que dejar su país, su familia y todo lo conocido era un sacrificio enorme, pero también una oportunidad única de transformar su vida.
Hoy, dejando atrás las limitaciones que alguna vez lo detuvieron, Eliezer no solo ha construido una vida en Uruguay, sino que ha encontrado en el modelaje un camino inesperado que une su pasión por el arte y su capacidad para transformarse. “Yo venía con ganas de comerme el mundo”, recuerda, una frase que encapsula la energía y determinación con la que se enfrentó a los desafíos de migrar.
Su trayecto empieza en Santiago de Cuba, una ciudad llena de historia. Conocida como el corazón cultural de la isla, Santiago es famosa por su música vibrante y los ritmos tradicionales. Sus calles coloniales, enmarcadas por unas montañas imponentes y el mar, crean un paisaje tan fascinante como contrastante. Detrás de esta riqueza cultural, la vida de Eliezer estuvo marcada por la escasez y las ausencias familiares que definieron su infancia. Desde pequeño, tuvo que aprender a adaptarse y encontrar refugio en el apoyo de quienes lo rodeaban, lo que hizo que desarrollara una fortaleza que lo acompañaría a lo largo de su vida.
En su adolescencia, vivió un constante equilibrio entre la bondad que lo definía y el bullying que enfrentaba por ser afrodescendiente y gay. “Siempre me preguntaba ‘¿por qué, si yo soy bueno con los demás?’”. El impacto de esas vivencias dejó marcas profundas en su autoestima; lo llevó a evitar mirarse al espejo, atrapado en un ciclo de insatisfacción personal. “Sentía que no encajaba, que no era suficiente”, confiesa.
Pero un día escuchó las palabras de un amigo cercano, a quien Eliezer considera un hermano: “Eres hermoso tal como eres; no dejes que el mundo te haga creer lo contrario”. Este mensaje, sencillo pero poderoso, fue un punto de quiebre en su vida. Este amigo, con quien compartía experiencias similares de rechazo y lucha, se convirtió en un pilar emocional durante los momentos más complejos. Su apoyo incondicional no solo le mostró que no estaba solo, sino que le dio la fuerza para enfrentar sus inseguridades. Ese vínculo lo impulsó a iniciar un proceso de sanación: abrazar lentamente su identidad y dejar atrás las dudas que lo habían acompañado durante tanto tiempo.
Cada obstáculo que enfrentó en su camino no solo lo fortaleció, también le enseñó que no son las adversidades lo que define a una persona, sino su capacidad para superarlas. Poco a poco, Eliezer comenzó a moldear una resiliencia que sería fundamental para enfrentar los desafíos del futuro; demostró que no solo podía resistir, sino también prosperar en un mundo que tantas veces había intentado apagar su luz.
Mientras cursaba la carrera de ingeniería informática en la universidad, Eliezer comenzó a sentir el peso de la precariedad que lo rodeaba. La falta de recursos básicos, las largas filas para conseguir alimentos y el acceso limitado a productos esenciales hacían que la vida en su país se sintiera como una lucha constante. “No era solo por mí, sino por ellos”, afirma al recordar cómo ver a su familia enfrentarse a estas carencias diarias lo llenaba de impotencia, pero también alimentaba su determinación. Cada día, el deseo de emigrar crecía en él, no como un escape, sino como una posibilidad de ofrecerles algo mejor: “Sabía que, si quería ayudarlos, tenía que buscar un futuro en otro lugar”. Reconoce que su decisión no era fácil, pero sí necesaria.
Durante casi cinco años, ahorró cada peso posible; se privó de comodidades y se limitó a lo esencial. Cada día su motivación crecía, alimentada por el deseo de ofrecer a su familia un futuro mejor. Entre las estrategias creativas que ideó para juntar el dinero necesario, destaca una anécdota que aún lo hace sonreír: criar un cerdo al que llamó Pasaporte. “Lo crie en la casa de mi mamá y la idea era venderlo para costear el documento que me abriría las puertas a un nuevo país”, explica con una mezcla de humor y nostalgia.
Ese acto, que podría parecer sencillo, simbolizó algo mucho más profundo: su ingenio y su capacidad para encontrar soluciones en un entorno lleno de limitaciones. Pasaporte no solo representaba un medio para alcanzar su objetivo, sino también un recordatorio constante de su determinación por transformar su destino. Cada día de sacrificio, cada peso ahorrado, lo acercaba un paso más a la vida que soñaba para él y su familia.
Pero, cuando creyó que estaba un paso más cerca de cumplir su sueño, Panamá se convirtió en un nuevo desafío. El país, una escala clave en su ruta hacia el futuro, comenzó a exigir una visa especial para personas en tránsito. El trámite, además de ser complejo, tenía un costo de 700 dólares, una suma exorbitante para muchos cubanos que, como Eliezer, intentaban salir de la isla. Y lo más frustrante: el pago no garantizaba la aprobación.
«No, no, no, yo me voy”, repetía como un mantra, decidido a superar esta nueva barrera. La urgencia de avanzar y la necesidad de encontrar una solución lo llevaron a tomar decisiones difíciles. Para reunir el dinero necesario, Eliezer vendió todo lo que tenía: ropa y pequeños objetos personales. Cada venta era un paso más hacia su meta, pero también una despedida simbólica de la vida que estaba dejando atrás. El sacrificio no era solo económico, era también emocional.
Aunque su destino inicial era Estados Unidos, una conversación casual con una amiga que vivía en Uruguay transformó por completo su camino. Ella le habló de las oportunidades que ofrecía el país: estabilidad, seguridad y una comunidad abierta donde podría empezar de nuevo. Compró su pasaje en marzo de 2020, un mes que marcaría el inicio de una crisis global sin precedentes. La pandemia del COVID-19 paralizó el mundo entero, lo que lo obligó a postergar su plan y enfrentar meses de incertidumbre.
En noviembre de 2020, Eliezer emprendió el viaje más difícil de su vida. Aunque la emoción de perseguir un futuro mejor lo impulsaba, el peso de la despedida con su familia lo acompañaba en cada paso. Sus dos sobrinas, de 18 y 17 años, eran más que sobrinas para él: habían crecido como sus hijas y se habían convertido en su mayor motivo para soñar con un futuro mejor. “Llorábamos, ellas se prendieron de mi cuello. Fue un adiós muy duro”, recuerda. Él sabía que una despedida en el aeropuerto sería demasiado dolorosa para todos. Por eso, decidió organizar un encuentro un día antes en casa de una amiga. En ese espacio más privado, rodeados de lágrimas, abrazos y promesas, les aseguró que su partida no significaba un final, sino un comienzo: el primer paso para construir un futuro donde pudieran estar juntos nuevamente.
Con una mezcla de ansiedad y esperanza, partió hacia Uruguay acompañado de un amigo. “Era mi primera vez en un avión y siempre escuchaba que el despegue era lo más complicado”. Mientras tanto, otra preocupación rondaba su mente: las políticas migratorias de Cuba, siempre cambiantes. La incertidumbre lo acompañó hasta el último momento y no pudo sentirse completamente tranquilo hasta pasar el control en el aeropuerto. “No sabía si algo podía salir mal y no quería ni imaginarme la posibilidad de que no me dejaran salir”, admite. Solo al estar del otro lado, listo para abordar el avión, pudo respirar con alivio y enfocarse en el comienzo de su nueva etapa.
Desde Cuba, pasó por Panamá, donde las exigencias de tránsito ya habían complicado sus planes. Luego, continuó hacia Guyana, donde comenzó un agotador tramo por tierra hasta Brasil. Finalmente, llegó a Rivera, Uruguay. Exhausto, pero con una mezcla de cansancio y alivio, enfrentó el último tramo de su viaje. “Uruguay no suele deportar, pero siempre te queda esa pregunta… ¿Qué pasará conmigo?”, reflexiona y recuerda los nervios que lo acompañaron hasta el final. Sin embargo, al cruzar la frontera, un inmenso alivio lo invadió.
La amiga que lo había motivado a mudarse a Uruguay no solo le dio la idea, sino que también le consiguió un contacto antes de mudarse ella misma a Estados Unidos. Este contacto, un hombre que compartía casa con otra amiga cubana, fue quien lo recibió al llegar.
Le ofreció un lugar donde quedarse, lo que representó una base desde la cual empezar a construir su vida en este nuevo país.
Uruguay, con su clima frío y calles tranquilas, era un mundo completamente diferente al de Cuba. “Recuerdo caminar por Avenida 8 de Octubre, maravillado con cada detalle, incluso el frío me parecía fascinante”. Las primeras semanas estuvieron llenas de trámites que debía resolver por su cuenta: gestionar su cédula, obtener el carné de salud y completar las vacunas obligatorias.
En su primer mes ya estaba trabajando: limpiaba casas y ayudaba en la feria de Tristán Narvaja, donde cargaba y organizaba mercadería. Aunque el trabajo era exigente, lo asumió con gratitud y determinación. “Era duro, pero mi meta era clara: construir un futuro, paso a paso”, recuerda con firmeza.
Sin embargo, la estabilidad inicial pronto se desmoronó. Un mes después de llegar, el dueño de la casa donde vivía se fue a Argentina y Eliezer tuvo que mudarse de inmediato. «Fue un golpe muy duro», admite. Aunque ya tenía trabajo, su salario no alcanzaba para un alquiler. Uno de los momentos más difíciles fue enfrentar la posibilidad de quedarse en la calle. «Me daba pánico quedarme sin un techo», admite. Decidió no contarle a su madre, que seguía en Cuba, para evitar preocuparla. «Una vez que pase la tormenta, se lo cuento», reflexiona; sabía que ocultar sus dificultades le daba a su familia la tranquilidad que él mismo no podía permitirse.
A pesar de que la incertidumbre era abrumadora, con recursos limitados, él y su amigo buscaron un lugar donde quedarse. Finalmente, encontraron una pensión modesta, cuya dueña, solidaria con su situación, aceptó alojarlos con la promesa de que pagarían cuando su amigo cobrará su primer sueldo del mes.
Fue en ese momento de desasosiego, cuando todo parecía pender de un hilo, que la suerte le sonrió. El mismo día de la mudanza, mientras organizaban sus cosas en la pensión, Eliezer vio un anuncio de empleo. Decidió no perder el tiempo: “Imprimí mis currículos y me postulé de inmediato”, relata. Lo que no esperaba era que el lugar donde imprimió los documentos estuviera justo frente al negocio que buscaba.
Lo llamaron esa misma tarde para una entrevista por videollamada. Al preguntarle cuándo podría empezar, él respondió con convicción: “Hoy mismo si hace falta”. Esa respuesta directa y su actitud proactiva le hicieron ganar el puesto. El 5 de diciembre empezó a trabajar en el negocio, lo que marcó el inicio de la estabilidad que tanto anhelaba. «A veces pienso que, de no haber tenido que mudarme ese día, quizá nunca habría encontrado ese empleo. Fue como si todo se hubiera alineado para darme esta oportunidad».
Mientras tanto, Eliezer vivía en una pensión compartida con su amigo y otros inmigrantes cubanos. Con solo tres habitaciones, el lugar ofrecía lo básico, pero para ellos representaba un punto de partida. “Era un espacio modesto pero, en ese momento, tener un techo ya era suficiente”. La pensión se convirtió en un pequeño hogar comunitario donde los inquilinos compartían historias, desafíos y sueños. «Era como una red de apoyo que todos necesitábamos”. Esa conexión con los demás le brindó un sentido de pertenencia que lo ayudó a seguir adelante durante los primeros meses de su nueva vida.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que las deficiencias de la pensión se hicieran evidentes. El lugar carecía de wifi, la cocina apenas funcionaba y la limpieza recaía completamente en los inquilinos, ya que la dueña solo aparecía para cobrar el alquiler. A pesar de estas condiciones, Eliezer decidió enfocarse en lo esencial. “Sabía que esto era solo temporal; mi objetivo era avanzar, paso a paso”. Su resiliencia le permitió aceptar esas dificultades como parte del proceso, mientras seguía trabajando y ahorrando para algo mejor.
Durante esos meses, Eliezer repetía como un mantra: “Voy a salir de esta situación porque no es más fuerte que yo”. Este pensamiento lo acompañaba en los momentos más complicados; recordaba que cada obstáculo superado era una señal de su fortaleza y su capacidad para seguir adelante.
Después de seis meses en la pensión, finalmente llegó el momento de mudarse. Para Eliezer y su amigo, este cambio no era solo una necesidad, sino también una señal de que estaban listos para algo mejor. Con esfuerzo y planificación, lograron encontrar un lugar más adecuado; esto marcó el cierre de un capítulo importante en su vida. La mudanza simbolizó no solo un cambio de espacio, sino también un paso significativo hacia la estabilidad que tanto habían buscado. Fue un momento de alivio y orgullo, un recordatorio de cuánto habían avanzado desde su llegada a Uruguay.
Durante esta etapa de reinvención, una semilla de curiosidad comenzó a germinar en la mente de Eliezer: el modelaje. En Cuba, las limitaciones económicas y los estigmas sociales hacia los hombres en disciplinas artísticas, como la danza o el teatro, lo habían mantenido alejado de esas áreas. Pero ahora, en un país donde podía redescubrirse, decidió dar un paso audaz hacia lo desconocido.
Un día, mientras navegaba por Instagram, encontró un anuncio de un curso de modelaje y decidió inscribirse, más por curiosidad que por convicción. “Dije: ‘Vamos a ver qué sale de esto’”, recuerda. Lo que comenzó como una inquietud terminó transformándose en una experiencia que redefinió su autoestima y su forma de verse a sí mismo.
En mayo de 2023, Eliezer comenzó su formación en una escuela de modelos. Allí descubrió no solo herramientas prácticas y profesionales, sino también un espacio seguro donde pudo aceptarse plenamente. Desde la directora del instituto hasta los profesores y sus compañeros, todos se convirtieron en figuras clave en este proceso de autodescubrimiento. “Son personas maravillosas que creyeron en mí desde el principio”, comenta con gratitud.
A través de las clases y las pasarelas, enfrentó miedos profundamente arraigados y dejó atrás el peso del bullying que marcó su adolescencia. “Siempre pensé que no era suficiente, que no encajaba. Pero el modelaje me enseñó a verme desde otra perspectiva, a valorar lo que soy y lo que puedo aportar”, reflexiona.
Ahora sueña con ampliar sus horizontes artísticos. Quiere estudiar actuación, aprender asesoría de imagen y profundizar en el diseño y el maquillaje. «Me fascina todo lo que tenga que ver con la moda y la pasarela», dice con entusiasmo. Para él, el arte no solo es una forma de expresión, sino también una herramienta para sanar y construir una nueva identidad lejos de las limitaciones del pasado.
A pesar de los obstáculos que ha enfrentado en su camino, también ha aprendido a encontrar luz incluso en los momentos más oscuros. Cada mañana, comienza el día con gratitud: por su trabajo, su hogar, las oportunidades que le ha brindado Uruguay y los pasos que ha dado hacia sus metas. Valorar lo que tiene lo mantiene firme, incluso frente a las adversidades.
Eliezer siempre ha sabido transformar las ausencias en aprendizajes. De pequeño, enfrentó el abandono de sus padres y encontró refugio en la exesposa de su padre, quien le brindó el amor y la estabilidad que necesitaba. “Ella me dio todo lo que necesitaba: un hogar, cariño y un lugar seguro”, comenta con gratitud. Esa lección sobre el amor incondicional lo acompañó hasta su nueva vida en Uruguay, donde ha encontrado una nueva familia en sus amigos. “Mis amigos son ese bastoncito que siempre está ahí”, dice con emoción, al recordar especialmente a una mujer que conoció en su primera pensión y que, junto con sus hijos y su madre, se ha convertido en una extensión de su propia familia.
Para Eliezer, cada sacrificio y cada esfuerzo han sido un tributo al amor que lo impulsa. A pesar de la distancia y las ausencias, nunca ha perdido de vista lo que realmente importa: su familia y los lazos que ha construido en el camino. “Extraño a mi familia todos los días. Sé que una videollamada jamás sustituirá un abrazo, pero pienso en ellos y eso me da fuerzas”, confiesa en referencia a su madre, al hijo de ella en Noruega y, especialmente, a sus sobrinas, quienes son su mayor inspiración para seguir adelante.
Hoy vive con fortaleza y convicción; sabe que es él quien elige qué le afecta. “No es que nada me derrumbe, es que yo no dejo que nada me derrumbe”, explica con firmeza. Porque, al final, su vida es la prueba de que la resiliencia y el amor pueden transformar cualquier adversidad en un camino hacia la esperanza y la plenitud.
Con una mirada firme hacia el futuro, Eliezer nos deja una lección invaluable: la vida es un viaje de reinvención constante, donde los lazos que elegimos son tanto un refugio como un motor para avanzar. En cada amistad y cada vínculo que ha cultivado, ha encontrado el apoyo necesario para enfrentar las adversidades, lo que nos recuerda que el amor y la solidaridad son las verdaderas fuerzas que sostienen nuestras vidas.